lunes, 24 de septiembre de 2012

El lugar más bonito del mundo


Todo comenzó por un artículo en una revista de ciencia y antropología. Hablaba sobre un pueblo en Nueva Zelanda y sus costumbres ancestrales, sin embargo no fue la historia de los nativos lo que llamó su atención si no los paisajes que salían en las fotos del artículo. Nunca había visto semejantes lugares en el mundo que le transmitiesen esa sensación de equilibrio y belleza que estaba sintiendo.
Por otro lado su vida en Madrid resultaba aburrida, triste, sin ningún aliciente que le motivara a continuar con todo aquello de forma natural. Así que un mes después, tras mirar aquellas fotos todos los días hizo caso a sus impulsos y se gastó sus ahorros en un billete de ida y vuelta abierta a Nueva Zelanda. Había que hacer caso cuando uno tiene una corazonada.
El viaje sin duda fue una experiencia increíble. Era la primera vez que viajaba solo y desde luego el destino tenía suficiente encanto y suficientes lugares alucinantes como para que valiese la pena.
Visitó playas que jamás hubiese pensado que pudiesen existir, subió a montañas increíbles a disfrutar de la calma, la belleza y la soledad de sus cimas. Descendió por ríos mucho más grandes de los que había visto en su tierra y se abrumó por la inmensidad de bosques de extraños árboles que nunca había visto.
Le costó decidir entre todos los lugares en los que había estado hasta que por casualidad y por un despiste con su mapa terminó visitando el faro de Cabo Reinga. Aquella imagen quedó grabada a fuego en su mente. El mar que añoraba tanto en su ciudad, la figura poética y solitaria del faro, el verde intenso de los alrededores y cómo olía el aire hicieron que sintiese que sin duda, aquel lugar era el más bonito del mundo. De alguna manera era lo que había estado buscando.
Se sintió muy feliz por haber visto aquella maravilla, hizo fotos para enseñarlas y que la gente sintiese lo mismo que él, pero sabía que no era lo mismo. En aquel momento de máxima felicidad sufrió la paradoja de sentir una profunda tristeza al no tener un compañero con quien compartir aquel lugar tan maravilloso. Cabo Reinga era ahora el lugar más bonito del mundo y el más triste.

De vuelta a Madrid todo el mundo preguntaba por el gran viaje y el se limitaba a decir que había estado muy bien, había muchas anécdotas que contar, sin embargo guardó en secreto su descubrimiento de aquel rincón de la isla. Y continuó con su vida, capeando y luchando por pasar los días sin que estos le vencieran con su monotonía e insipidez.

Meses después el amor volvió a llamar a su puerta, se trataba de alguien especial que poco a poco se iba haciendo un hueco en su rutina y que iba convirtiéndose en una compañera de viaje en el día a día. Cuando pasó el tiempo y la confianza llegó a ese grado en el que destapar tus sentimientos no parece tan peligroso le contó la historia del faro y que nunca se lo había contado a nadie por miedo a que no le entendiesen. Entonces ella le contestó una verdad, casi sin darle importancia, como si fuese algo obvio, pero que hizo comprender del todo el fracaso de su viaje. “El lugar más bonito del mundo no depende tanto del sitio si no de quién te acompañe”

A la mañana siguiente se levantó para ir a trabajar, dejándola acostada para que durmiese un rato más. Durante un momento entró un rayo de sol entre las cortinas en el instante justo en que se ella se giraba para cambiar la postura del sueño y el rayo iluminó su cara y su pelo. Quizá fue la luz, o que la habitación olía a ella, que esa mañana estaba realmente guapa y los efectos de la conversación de la noche anterior, pero tantos estímulos cruzándose a la vez provocaron en él la misma sensación que cuando vio el faro de Cabo Reinga.


Cogió su cámara de fotos, inmortalizó el momento y rápidamente encendió su ordenador para poder imprimirla. Cuando ella se despertó vio encima de la mesilla de noche su foto en la cama con un comentario que decía “El lugar más bonito del mundo”

Acera de invierno


Lo peor de dormir en la calle no es cuando dejas de sentir los miembros por el frío, no, ahí solo aparece la preocupación por lo que te está ocurriendo, pero a quien no tiene ya nada que perder es algo que no importa demasiado. Lo peor de todo viene después, cuando poco a poco el sol de invierno vuelve a calentarte las manos, la cara y los pies y un millón de agujas despiadadas empiezan a agujerearte la piel que antes estaba insensible.
Es en ese momento cuando el vino o alguna botella de algo más fuerte recuperada de los jóvenes que beben en la calle los fines de semana es lo único que puede hacer que el sol no sea una tortura durante esas horas. Y ¿Por qué no? También es una forma agradable de afrontar el día que se presenta por delante.
Hoy a nevado, ha caído una nevada como hacía años que no se veía en Madrid, por la calle hay niños jugando y tirándose en la nieve virgen. Me fijo especialmente en una pareja de adolescentes, deben tener 15 o 16 años, y ella le acaba de tirar una bola de nieve a él en la cabeza, como respuesta el chico sale corriendo y la tira al suelo tumbándose encima de ella, después riéndose y empapados se besan. Hubo un tiempo en el que este tipo de cosas me sacaban una sonrisa, e incluso las había llegado a hacer, ahora me da asco, asco y rabia y noto como se genera en mi un odio profundo hacia esos dos imbéciles que retozan mojados sobre la nieve. Por las caras que ponen cuando paso a su lado imagino que el sentimiento debe ser mutuo, así que al igual que al dolor que provocan los primeros rayos de sol de la mañana, lo dejo pasar, sigo caminando y dejo que el problema fluya hasta quedar más allá de mis espaldas y lo olvido. Ese es el verdadero significado de la palabra vagabundo.
Cuando hay una nevada la gente se pone contenta, disfruta de la novedad y experimenta sensaciones que normalmente no tiene a su alcance. Nosotros, los habitantes de las calles también experimentamos sensaciones nuevas, sobre todo la noche anterior a la nevada y los dos o tres días siguientes. La noche anterior por que el frío es intenso como nunca, se mete en los huesos y produce un dolor intenso en todas partes que hace imposible poder dormir. Manuel lo sabía, y anoche no pudo con ello, decidió saltar la mampara de plástico que no protege el viaducto y acabó con todo lo que le molestaba. No suelo encariñarme mucho con nadie, llevando esta vida no debes hacerlo, pero Manuel no era mala persona.
Los dos días después a la nevada, para mi son los peores, retorna una sensación de desesperanza similar a la que se siente cuando empiezas a vivir esta situación. Porque no hay ningún maldito sitio en el que apoyar el culo, la cabeza o dejar los pies sin mojarte y sin estar encerrado con otras 20 o 30 personas que huelen a no haber visto una ducha en meses.
En esos momentos odias, odias a Manuel por haber tirado la toalla, odias a los jovenes que se dejan las botellas a medias por derrochadores y vividores, odias a las parejas de adolescentes que juegan a amar creyendo saber lo que es el querer y odias a los niños que se mojan por diversión sin preocuparse de cómo van a secar su ropa.
Pero no importa porque se cómo dejar los problemas detrás y entonces comienzo caminar.


jueves, 13 de septiembre de 2012

Celtíberos

Recuerdo haber hecho una excursión con el colegio cuando tenía diez u once años al Jardín Botánico de Madrid. Allí el guía que dirigió la visita consiguió engatusarme y contarme cosas que todavía hoy no he olvidado... Entre ellas lo mucho que sabía sobre la naturaleza un amigo suyo que era scout.
Y lo que os voy a contar que hace poco ha venido a mi mente.



Existe un árbol milenario, en peligro de extinción y realmente bonito llamado Tejo. Este árbol poblaba buena parte de España y su madera, para su desgracia, era excelente para hacer arcos y gaitas que los pueblos celtas y celtíberos se encargaron de utilizar.
Para ellos el tejo era un árbol mágico que veneraban. Cuando un chico celta estaba enamorado de una chica y la rondaba, hacía que se enterase de que esa noche colocaría una rama de tejo en su ventana. Si la chica no aceptaba guardaría la rama de tejo en su casa, si por el contrario aceptaba el cortejo la tiraría al suelo, de forma que él la vería tirada al día siguiente.
Esta costumbre se ha mantenido en el tiempo y en Asturias y zonas del norte, variando un poco. Lo más bonito de esta historia es que de esta costumbre viene la expresión que todavía hoy seguimos usando “Tirar los tejos”.



En España los celtas y los celtíberos estaban asentados en el norte de la península y fueron unos de los rivales contra los que tuvieron que luchar los romanos para conquistar Hispania, y en concreto fue una tremenda batalla la que se libró en Numancia.
Allí los numantinos decidieron que no se rendirían ante Roma y que lucharían hasta el final mientras les quedasen fuerzas. La lucha duró veinte años en los que la ciudad se encontró sitiada, las fuerzas romanas estuvieron desmoralizadas y mermadas durante los inviernos, y cuando por fin Roma consiguió organizarse gracias a las órdenes del general Escipión y poner en jaque a la ciudad la mayoría de los numantinos decidieron suicidarse antes que vivir privados de su libertad.
Os copio un párrafo que me ha impactado de este blog que me ha inspirado:
“Los historiadores romanos cuentan, con tremendo dramatismo, como los padres dieron muerte con sus espadas a sus hijos y esposas antes de suicidarse. Los que no murieron se entregaron a Escipión. Su imagen impactó a los romanos. Los supervivientes parecían salir del mismísimo infierno: Cabellos largos y sucios, harapos cubriendo los cuerpos, olor a podredumbre, ojos enrojecidos, labios cortados y llenos de llagas, dientes mellados y amarillentos, uñas largas. Pero lo que más impresionó a los romanos fue la penetrante mirada de los numantinos, cargada de rencor, que transmitía un odio eterno a Roma. “
Por último y para acabar unas palabras del genio Eduardo Galeano. No estoy seguro de si es del todo cierto o no lo que cuenta, aunque supongo que sí, pero nunca lo he contrastado. Igualmente a mi me gusta y cada 31 de diciembre tengo algo importante por lo que brindar.

“Y para terminar, otro homenaje a la memoria. Una historia también antigua, pero no tanto.
Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.
Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo. No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.
España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de estado.
Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.
En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.
Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años. “