Todo comenzó
por un artículo en una revista de ciencia y antropología. Hablaba
sobre un pueblo en Nueva Zelanda y sus costumbres ancestrales, sin
embargo no fue la historia de los nativos lo que llamó su atención
si no los paisajes que salían en las fotos del artículo. Nunca
había visto semejantes lugares en el mundo que le transmitiesen esa
sensación de equilibrio y belleza que estaba sintiendo.
Por otro lado su vida en Madrid
resultaba aburrida, triste, sin ningún aliciente que le motivara a
continuar con todo aquello de forma natural. Así que un mes después,
tras mirar aquellas fotos todos los días hizo caso a sus impulsos y
se gastó sus ahorros en un billete de ida y vuelta abierta a Nueva
Zelanda. Había que hacer caso cuando uno tiene una corazonada.
El viaje sin duda fue una experiencia
increíble. Era la primera vez que viajaba solo y desde luego el
destino tenía suficiente encanto y suficientes lugares alucinantes
como para que valiese la pena.
Visitó playas que jamás hubiese
pensado que pudiesen existir, subió a montañas increíbles a
disfrutar de la calma, la belleza y la soledad de sus cimas.
Descendió por ríos mucho más grandes de los que había visto en su
tierra y se abrumó por la inmensidad de bosques de extraños árboles
que nunca había visto.
Le costó decidir entre todos los
lugares en los que había estado hasta que por casualidad y por un
despiste con su mapa terminó visitando el faro de Cabo Reinga.
Aquella imagen quedó grabada a fuego en su mente. El mar que añoraba
tanto en su ciudad, la figura poética y solitaria del faro, el verde
intenso de los alrededores y cómo olía el aire hicieron que
sintiese que sin duda, aquel lugar era el más bonito del mundo. De
alguna manera era lo que había estado buscando.
Se sintió muy feliz por haber visto
aquella maravilla, hizo fotos para enseñarlas y que la gente
sintiese lo mismo que él, pero sabía que no era lo mismo. En aquel
momento de máxima felicidad sufrió la paradoja de sentir una
profunda tristeza al no tener un compañero con quien compartir aquel
lugar tan maravilloso. Cabo Reinga era ahora el lugar más bonito del
mundo y el más triste.
De vuelta a Madrid todo el mundo
preguntaba por el gran viaje y el se limitaba a decir que había
estado muy bien, había muchas anécdotas que contar, sin embargo guardó en secreto su
descubrimiento de aquel rincón de la isla. Y continuó con su vida,
capeando y luchando por pasar los días sin que estos le vencieran
con su monotonía e insipidez.
Meses después el amor volvió a llamar
a su puerta, se trataba de alguien especial que poco a poco se iba
haciendo un hueco en su rutina y que iba convirtiéndose en una
compañera de viaje en el día a día. Cuando pasó el tiempo y la
confianza llegó a ese grado en el que destapar tus sentimientos no
parece tan peligroso le contó la historia del faro y que nunca se lo había contado a nadie por miedo a que no le entendiesen.
Entonces ella le contestó una verdad, casi sin darle importancia,
como si fuese algo obvio, pero que hizo comprender del todo el
fracaso de su viaje. “El lugar más bonito del mundo no depende
tanto del sitio si no de quién te acompañe”
A la mañana siguiente se levantó para
ir a trabajar, dejándola acostada para que durmiese un rato más.
Durante un momento entró un rayo de sol entre las cortinas en el
instante justo en que se ella se giraba para cambiar la postura del
sueño y el rayo iluminó su cara y su pelo. Quizá fue la luz, o que
la habitación olía a ella, que esa mañana estaba realmente guapa y
los efectos de la conversación de la noche anterior, pero tantos
estímulos cruzándose a la vez provocaron en él la misma sensación
que cuando vio el faro de Cabo Reinga.
Cogió su cámara de fotos, inmortalizó
el momento y rápidamente encendió su ordenador para poder imprimirla. Cuando ella se despertó vio encima de la mesilla de noche
su foto en la cama con un comentario que decía “El lugar más
bonito del mundo”