Fueron
tres horribles días luchando contra el mar. La lluvia que le
empapaba, el viento gélido nocturno que venía desde lugares lejanos
e inalcanzables que golpeaba sus manos desnudas y mojadas haciendo
que un dolor intenso le impidiese agarrar las cuerdas y aparejos del
barco, inmensas olas que parecían doblar el mar en dos y que
zarandeaban el pequeño barco casi hasta volcarlo pero sin llegar a
hacerlo nunca, como si fuesen un matón de patio de recreo que no
deja en paz a su víctima pero la mantiene a flote para poder seguir
torturándola y la niebla se espesaba impidiendo que pudiese ver más
allá del pequeño infierno que le rodeaba y nublando sus ánimos.
Tres días en los que apenas comió ni bebió y prácticamente no
pudo dormir nada. Tres días en los que cualquiera hubiese desistido
y se hubiese rendido. Pero cuando una persona con alma de marinero se
propone llegar a algún sitio no se rinde nunca. Le pasa también a
los alpinistas que no pueden desistir hasta haber coronado cima, le
ocurre a los trapecistas hasta que no logran hacer perfecto ese salto
mortal.
Durante
tres días no desistió y luchó contra un enemigo al que no podía
vencer, porque tenía que hacerlo, porque había nacido para
lograrlo, porque sabía que ella le estaba observando, y si no era
así no importaba porque imaginaría que le estaba acompañando,
porque en su mente le hablaban todos sus compañeros y sus amigos y
no podía defraudarles.
Cuando
la tormenta pasó el pequeño barco se encontraba muy dañado,
deslizándose suavemente sobre las aguas en calma de un océano
inmenso en el que no se veía fin por ningún horizonte. Lo había
logrado, no sabía donde estaba, pero lo había logrado, ahora era
todo calma y soledad. Y cuando por fin estuvo seguro de que realmente
estaba solo, en un rincón del mundo donde nadie podría saber jamás
que pasa, entonces se armó de valor una vez más y lloró por todas
las cosas por las que nunca había podido llorar.
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