Los colores no existen, para ti al
menos no existen en la realidad. Son un constructo que hemos
inventado para poder describir una propiedad de los materiales. La
longitud de onda con la que reflejan los rayos de sol que golpean
contra ellos.
Seguro que hay máquinas en los
laboratorios de física que miden con una precisión asombrosa el
espectro de luz reflejado por un objeto. Seguro que esas máquinas se
llama “espectómetros” u otro nombre parecido que asuste aún más
que ese. Seguro que esas máquinas son capaces de definir a cuantos
hertzios exactos debe vibrar la onda del rayo para poder considerar
roja a esa nariz de payaso que aparece sistemáticamente en tus
bolsillos, entre los instrumentos de música o entre los aparejos de
tabaco que pueblan todas las mesas de esta casa. Roja, exactamente
roja y no un poco marrón o un poco verde según sea la luz del sol o
la bombilla cutre del pasillo la que la ilumine.
Y es que para mal
o para bien tu no puedes ver las cosas del mismo color que los demás.
A lo mejor por eso te has preocupado tanto por intentar entender lo
que ven los demás. Quizá sea por eso que para ti, aunque no existan
los colores y tu vara de medir funciona mal, justo por eso, los
colores son importantes. Porque explican muchas cosas.
Explican por ejemplo que no
diferenciarlos te hiciese encontrarte muy cómodo en esa hora mágica
del crepúsculo. Cuando todo se baña de un naranja intenso y marca
perfectas siluetas negras a contraluz, como si se tratase de un
espectáculo de sombras chinescas que el mundo prepara solo para ti.
Ese momento que a todos nos hace ponernos tiernos, románticos y
sentimentales si se tiene la suerte de estar atento para observarlo.
Los siguientes minutos son aún
mejores. Un filtro negro va aumentando y fundiendo el resto de los
colores. Todos los confusos colores que llevan reinando durante todo
el día comienzan a disiparse a medida que va desapareciendo la
claridad latente en un extremo del cielo que todavía centellea en
morados tenues mientras en el otro extremo del horizonte se muestra
aquello que realmente nos envuelve en el universo; el color negro, la
inmensidad, el infinito que tu pequeña cabeza no puede comprender. Y
en ese momento te sientes pequeño, y solo y tienes la certeza de
cual es tu lugar en el mundo.
La tierra, los árboles, las caras de
las personas, edificios, bancos e los parques y macetas en las
ventanas terminan todas pintadas del mismo color. Aunque estén
iluminadas por las feas luces de las farolas de ciudad o por la clara
luz de la luna en el campo.
Pardo dirán los demás, pero en
realidad tu sabes que ese color que inunda el mundo es verde claro,
metálico. El resultado de fundir plomo y echar una capa de ese tono
a absolutamente todo aquello que se apoye en el suelo. Más claro o
más oscuro, pero todo envuelto en ese tono metálico desgastado
donde los colores diferentes no tienen cabida, donde los contornos
furtivos de aquellos que aprovechan la oscuridad para esconderse te
parecen tan claros.
Te acostumbraste tanto a ese tono de
color que poco a poco y sin darte cuenta se lo fuiste aplicando al
resto de tu vida. Los despuntes de color que te confunden, aquellas
cosas que no comprendes porque eres muy torpe para medirlas, todos
los intentos frustrados de poner en sintonía con alguien lo que se
está viendo y la horrible y desagradable sensación de apuntar,
elegir un objetivo, un color específico del patrón, un sabor o un
reto que tenga un final concreto y terminar siempre dos o tres metros
desviado hacia la izquierda o la derecha, dos o tres tonos por debajo
del color que elegiste inicialmente, o en un lugar y con una
ocupación que no querías. Lo siento, tu querías a la chica que
brillaba de color rojo intenso y ahora cada vez que recuerdas tus
errores sufres, lloras, gritas y pataleas porque en algún momento te
pasaste varios metros y todo aquello ahora queda tras de ti. Ser
daltónico y encima tener mala puntería es una putada.
¿Qué? ¿No lo entiendes? Imagina
entonces que tienes un hijo de 5 años, o mejor, imagina que tú
tienes 5 años. Mañana es el día de ir a la playa y justo delante
del escaparate de la tienda está el cubo rojo, con su pala y su
rastrillo. Y lo pides. No tienes paga, no tienes dinero ni medios
propios para poder obtener el cubo. Lo único que puedes esperar es
que tu madre, o la providencia, o qué se yo se apiaden de ti y te
ayuden a conseguir tu cubo rojo. Finalmente sale tu madre de la
tienda, lleva una bolsa con el ansiado regalo. Mañana va a ser un
día de playa perfecto y empiezas a diseñar mentalmente el castillo
de arena de color al pan tostado que vas a montar mientras
desenvuelves frenéticamente lo que hay dentro de la bolsa... Unas
putas palas de playa verdes. ¿En serio? Yo solo quería el cubo
rojo...
Así que montaste tu propio crepúsculo
para la vida. Ni una sola nota de color más en tu mundo interno.
Nada que salga del verde metálico de plomo fundido en el que todo
está controlado. No hay riesgos de elegir mal, de apuntar mal,
frustrarse y sentirse la persona más torpe del mundo. Así la rutina
es más llevadera y más rutina. Y al fin y al cabo te has manejado
bien con ese sistema durante... mucho tiempo ya.
Y los meses fueron pasando y sumaron
más de 18. Y apenas escribiste nada para recargar pilas. Y cada vez
más solo ibas dejando pasar de largo a las personas que brillaban y
que pasaban cerca, por miedo, porque no te apetecía descubrir de qué
color estaban brillando encendidas. Y porque hasta tú mismo
terminaste pintado de verde grisáceo y plomizo que no puede ni debe
ofrecerse a nadie.
Yo que te conozco, y también aquella
persona que sabe leer dentro de ti, te dijimos que necesitabas volver
a encontrar a alguien que te entusiasmara como para que volvieras a
pulir todas las cosas que llevas dentro y que puedes sacar. Todos los
colores en los que puedes brillar.
(En realidad solo lo dijo ella, yo
simplemente me he encargado de repetirlo porque llevaba razón)
Y de pronto, una carcajada desenredó y
desmadró todo el asunto. Ésta brillaba en un tono rojo vivo e
intenso, pero intenso intenso como hacía mucho que no veías brillar
a nadie. Y entre risas, miradas, algún beso e ir descubriendo poco a
poco, con detalles cotidianos y pequeñas confesiones cuando la noche
raya el alba, el interior de la persona terminó coloreando todo lo
que había a su alrededor sin que te dieses cuenta cuenta. ¡ Y vaya
cuadro! Un sofá decadente, una ciudad sucia y olvidada, incluso los
recuerdos de tu Madrid empezaron a contaminarse de COLOR.
Sabores sinestésicos en los detalles.
Echarle sal a un día a día soso y gris... ¡No! ¡Espera! Gris no,
verde, verde plomizo. ¡Y música! Música nueva y música vieja, y
canciones que llegan al interior y que hacen brillar a las personas.
Así que allí estabas hace unos días.
De nuevo con el cubo rojo delante del escaparate, sin mucho dinero y
sin saber muy bien qué debes hacer para conseguirlo. Y con unas
ganas increíbles de tenerlo entre tus manos para que haga de los
próximos doce mil días otros doce mil cuadros más bonitos aún que
los que ya has visto.
Esta vez tampoco hay nadie que te pueda
ayudar a comprarlo así que decides que esta vez sí, que ya por fin
te toca, y que esos nuevos días inundados en color que has vivido te
han hecho más fuerte y capaz de conseguirlo.
Hola, buenas tardes. Me gusta
mucho ese cubo rojo del escaparate- Dices mientras piensas para tus
adentros que eres idiota y maldices haberte olvidado de asegurarle
al tendero que no solo te gusta si no que quieres comprarlo, y que
lo vas a cuidar muy bien y que no te importa que el cubo ya venga
con una abolladura en un lado.
Enfundado en tu abrigo y contando las
monedas de tu bolsillo sales a la calle frustrado y comienza el
torrente de preguntas: “¿Ha dicho cubo verde?, está tonto, ¿No
era rojo? A lo mejor se refería a otro cubo. ¿Y si vuelvo y le
insisto? O entro y cuando no mire me lo llevo y ya está... No, tu no
eres así.
A lo mejor es de muestra porque ya no funciona. O igual
el tendero piensa que no soy suficiente para poder usar ese cubo en
condiciones. Vale vuelvo y le demuestro que ese cubo tiene que ser
mío. Aunque igual le sienta mal y me larga de la tienda por pesado,
en cuyo caso me quedo sin el cubo seguro.
Igual lo que debería hacer es dejar,e
de tonterías, crecer y olvidarme del cubo. Asumir que mañana no va
a haber castillos de arena que merezcan la pena ser pintados de
colores. Quizá en los tonos verdes metálicos me manejo mejor y no
necesito que haya nada de colores pintando e iluminando mi vida. Al
fin y al cabo nunca los he entendido bien y siempre acabo liándolo
todo”
Mientras bajas la calle con el ceño
fruncido y manteniendo una discusión mental contigo mismo, la
conversación de una pareja más joven que tu te saca del
ensimismamiento.
Son muy guapos. Van caminando despacio
y muy juntos mientras sostienen una sudadera amarilla estirada sobre
sus brazos. Y sonríen. Se sonríen el uno al otro con mucha
intensidad, lo cual les hace parecer aún más guapos.
Vuelven a sonreír y de su duda
cromática surge el beso. El beso que tu ya no vas a recibir.